domingo, 4 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (Capítulo 1)

(NOVELA POR ENTREGAS)
AUTOR: JOSÉ ASENJO SEDANO




Nuestra casa, aquella que alquiló mi padre cerca de la catedral, una calle angosta, empedrada, estaba justo entrando a la derecha, la número seis, una calle que fuera de nobles y eclesiásticos. A esa calle y a esa casa nos llevó mi padre nostálgico recién terminada la guerra. No le gustó a mi madre aquella casa antigua y destartalada, con salas y habitaciones inservibles, consecuencia de los sucesivas transformaciones que la casa había experimentado con el tiempo. Por su aspecto de cuartel, durante la guerra, la casa había sido convertida en albergue de refugiados que, venidos de la guerra, era por eso casa de malos recuerdos. En sus orígenes, contaban, había sido casa señorial, casa de marqueses que, con el tiempo, hicieron almoneda de sus bienes.
La casa, como digo, conservaba vestigios de su pasado, puertas blasonadas y frontispicios. El salón grande en el que nosotros dormíamos, (éramos muchos hermanos), tenía rico artesonado cabalístico con estrellas y rombos dorados, las paredes con pinturas de rojo y dos balcones a la calle. Mis hermanas dormían en otro salón con ventana de reja a un recibidor, pero menos aparatoso. Supimos que, durante la ocupación francesa, el salón donde dormíamos había sido despacho del general francés jefe de ocupación. Muchas noches, en el silencio, nos parecía oír sus pasos perdidos, botas con espuelas, sus toses y ronquidos, sus pedos, que desaparecían con el alba. Quizá aquellos pasos fueran de los muchos gatos que habitaban la casa y que aprovechaban la noche para recorrerla. Temprano, nos despertaba la campana del Sagrario de la Catedral tocando a misa.

Veníamos del exilio de un pueblo cercano, como a seis kilómetros, un bello rincón en un valle frondoso, a dónde nos llevó una noche de guerra mi padre, con otros refugiados, huyendo de los bombardeos. Fueron aquellos años de nuestra niñez los más gratos de nuestra vida. En ese pueblo aprendimos a amar la naturaleza, lejos de las bombas que se oían desde la solana. A veces era el zumbido de los cañones y el paso de los soldados de infantería cargados con sus fusiles y sus mantas. Siempre nos sorprendían las canciones de la tropa cuando pasaba en largas columnas de camiones como si fueran de excursión, alegría que nosotros, con el puño levantado, compartíamos siguiéndolos por la carretera. Aquel pueblo era un oasis donde se oían los pájaros y se veían las yuntas y los labradores con sus mulos en el campo como si no hubiera guerra, la peor de las guerras.
Nos trajo mi padre a esta casa antigua cuando la guerra terminó, una casa que nada se parecía a aquellas en las que habíamos vivido, casas de labriegos, con corrales y gallinas, con muchas pulgas y ratones. Esta de ahora, próxima a la catedral, estaba cerca de la casa en que mi padre había nacido y se había criado de niño, lo que fue un reclamo para él, pese a la oposición de mi madre, que se había criado en un barrio más alegre y popular. Aquí, en esta casa lúgubre, mi madre se pasaba las horas de la tarde sentada en su silla de anea en el balcón pendiente de la gente que no pasaba por la calle. Nadie, y por eso mi madre lloraba echando de menos su calle de San Miguel, de la que no dejaba nunca de hablar. Hablaba de sus padres, de sus hermanos, de sus vecinos, de la iglesia en que se había casado. Suspiraba y decía apenada que esta calle y esta casa donde ahora vivíamos era su cárcel. ¡Una prisión! No la soportaba y tenía sus razones. Llegamos a esta casa recién venido el verano, en 1939, cuando la guerra se había terminado. Era el Año de la Victoria. La ciudad estaba llena de pintadas y de retratos de Franco, el Caudillo, y de José Antonio, Presente. José Antonio había sido fusilado en la cárcel de Alicante. La ciudad estaba llena de soldados inactivos. Al atardecer, se oía el redoble del tambor y el sonido de las trompetas. Era la hora de arriar las banderas en los cuarteles, la hora de la retreta. Todo el mundo permanecía firme, brazo en alto, mientras se oía el himno nacional. Eran tiempos de paz y eran tiempos de guerra. Tiempo de prisioneros, de muchas cárceles, juicios sumarísimos y de mucha gente todo el día en la calle sin saber dónde ir. Pronto supimos por los periódicos que los alemanes preparaban otra guerra y, meses después, invadieron Polonia, Austria y pondrían sus cañones mirando a Francia. ¿Adónde quería ir este mundo cruel?
Pero nuestra obsesión era nuestra casa que pronto empezamos a llamar casa de fantasmas, porque eso era en verdad. Era mucha la gente que había pasado por aquí. Muchos también los muertos. Además, lo peor, es que había sido casa de soldados franceses invasores, que no dejaban de pasearse por los salones. Siete hermanos, luego nueve, organizábamos excursiones por patios, salas y sótanos en busca de vestigios pasados. En el sótano, clavada en un nicho, encontramos un puñal moro que resultó ser de un miliciano. También encontramos un pistolón oxidado y una dentadura postizo, que arrojamos al pozo. Ese era nuestro tesoro. Si orinábamos en el suelo del sótano, nos sorprendía comprobar como la meada rápidamente era tragada por la tierra. ¿Qué habría debajo? ¿Sería verdad que existía un pasadizo como decía la gente? Este barrio, había sido barrio latino, calle de romanos. Se habían encontrado muros y restos de termas y hasta una tumba argárica con el cadáver encogido de una niña de Almería. Seguro que estábamos en la cumbre de una montaña de pueblos antiguos, enterrados allí...Un cementerio.
Y luego estaban los refugiados, los últimos inquilinos de la casa. Decenas habían vivido aquí repartidos por sótanos, patios, salas y torres, salvo el cuarto del marqués de la escopeta, como le decían, una pintura de don Pedro de Braganza, que había sido negrero y pirata en el Brasil, retrato al que todos temían. Don Pedro aparecía en el cuadro empuñando un arcabuz, desafiante y feroz, al que nadie se atrevía a mirar...Aseguraban que el negrero estaba vivo, que miraba con ojos amenazantes...
-¿Quién es ese demonio?,-preguntó asustada mi madre el día que lo vio.
-Es don Pedro de Braganza, el marqués,-le dijimos.
No quiso verlo más.
Eso mismo les pasó a muchos refugiados. Nadie se atrevió a tocar ese cuadro maldito. Nunca. Todos temían la mirada del marqués. Tenía fuego en los ojos.
Los refugiados que vivieron aquí durante la guerra procedían la mayoría de Málaga, huidos de su ciudad cuando el ataque fascista de los italianos. Fueron corriendo por la costa hasta Almería perseguidos por las baterías de los barcos alemanes. Muchos perecieron en la carrera. Eran gentes del Perchel y otros barrios. Mi madre, cuando pasaron desaliñados y muertos de hambre por la aldea feliz en que vivímos, a una mujer tuerta que llevaba una criatura llorosa en sus brazos, le preguntó qué había pasado en Málaga con los señoritos.
La mujer, con aire triunfal, dijo jocosa que a todos los habían tirado por los balcones. Y añadió:
-En Málaga no ha quedao un señorito...¡A todos les hemos dao el paseo! ¡Amolaos!
Aquella barahúnda pasó por nuestra casa de ahora, pronto saqueada, vendidos o destrozados sus muebles, arrancadas las cortinas y los marcos de las ventanas, quemadas sus puertas para cobijarse del frío durante el crudo invierno. Sólo se salvó la sala del pirata portugués que defendía feroz su terreno. Cuando nosotros llegamos a la casa, se había recompuesto lo que se pudo, se habían quitado los pasquines bélicos en los que se veían soldados con casco diciendo ¡no pasarán!...
Con todo, mi madre no dejaba de repetir:
-Esta es una casa triste. Pura mugre.







Mi madre enlutada, había perdido dos hermanos en la guerra.Uno de un lado y el otro, del otro. No se consolaba. Siempre se tuvo por una perdedora.
-¡No me gusta la casa!,-no se cansaba de repetir.-¡La odio!¡Toda la casa huele a mierda!
Nosotros empezamos a no hacerle caso. De noche, cuando estábamos acostados, oíamos a mi padre y a mi madre discutir siempre por lo mismo, por la casa miserable. Mi madre le echaba en cara su empeño en venir a vivir una casa noble, ahora más innoble que ninguna. Mi padre había conocido la casa en sus años pujantes, cuando vivía la marquesa.¿Qué marquesa?, decía mi madre.¿Quien va a ser?, decía mi padre: ¡La marquesa!

-¡Una mierda para la marquesa!

De noche teníamos que aislarnos con llaves y cerrojos por miedo a los fantasmas que se quedaban fuera, dueños del resto de la casa. Porque era cierto que la casa estaba habitada por fantasmas, todo el mundo lo decía.
-La casa número seis está llena de fantasmas. Y a esos no hay quien los eche.
Por mucho que se empeñara mi padre, por mucho que fueran sus loores a la famosa marquesa que vivió en París y fuera bailarina famosa, aquella casa no era casa para vivir. Algunos refugiados murieron en ella, como fue el caso de Hermes, un músico excéntrico, nadie sabía de dónde vino, que perdió a su hija de tisis, una niña blanca como la nieve, rubia, que recitaba francés ante la admiración de los demás refugiados que la escuchaban con respeto. Se murió de hambre, pese a que su padre vendiera su sangre en un cuartel de soldados...
-La niña de Hermes murió de hambre. Se murió con un pedazo de pan en la mano que no pudo roer.¡Pobre niña!
De noche oíamos a aquellos fantasma del patio, se les oía toser y hablar. Uno de esos, pensábamos, tiene que ser Hermes, el artista, llorando a su hija a la que todos, con sus andrajos, acompañaron al cementerio cantando la Internacional.
Por la mañana, cuando descorríamos los cerrojos y bajábamos al patio, nunca había nada. No encontramos a Hermes, no se veía a nadie. Pese a todo, a las penas de mi madre, en esa casa nos nacieron dos hermanos más. Hubo que poner otra cama para los nuevos huéspedes nacidos después de una guerra...
-Estos niños no han conocido la guerra y, sin embargo, la han perdido como los demás,-decía con lágrimas mi madre.-No se librarán del hambre. La guerra es una mierda,-no dejaba de repetir.
Y no se libraron. Por entonces, la gran guerra ya había alcanzado su cenit. Los alemanes desfilaban al paso de la oca por toda Europa, se les veía ufanos en los noticiarios que ponían en el cine cuando íbamos a ver películas del Oeste habladas en inglés... El mundo pertenecía al III Reich y a Hitler, cuyos gritos guturales rompían la armonía del mundo. Tanques, bombas, cañonazos, ejércitos compactos, ruinas, muertos, muchos muertos... Francia, Inglaterra, Holanda, África, Rusia... ¿Nosotros? Nosotros pendientes de los partes de guerra, de la radio de Londres o de la Pirenaica...nos moríamos de hambre... Muchos españoles se fueron a Rusia a luchar contra el comunismo...No había trabajo. Ni comida, ¿qué hacer? Preferible era la aventura... Nuestro maestro experimentado decía que eso de ir a luchar por ahí, era una tontería, todas las guerras son siempre de hombres contra hombres. Son hombres los que mueren. Además, si no hubiera hambre, no habría guerras...No tendríamos tanto tiempo para luchar.
Mi padre, de noche, bajo la lámpara, abrían su periódico y seguía con su lápiz la marcha de las divisiones en el teatro de la guerra.¡Menudo teatro! Nunca supe por qué llamaban teatro eso de pegarse tiros...
No sabíamos la causa, pero esos días los fantasmas estaban alborotados. Parecía como si aquellas noticias, de noche, les hicieran discutir. Se oían gritos y lloros. Nosotros también llorábamos porque el hambre era nuestro vacío cotidiano. Todo el mundo hablaba con desesperación de esa guerra como del final del mundo. Pueblos enteros eran arrasados en una noche. Sin alimentos, sin trabajo, sin sanidad, sin esperanza... Abundaba el tifus y la disentería. El racionamiento escaso y el estraperlo abundante. La sarna...¡La sarna! La sarna fue nuestra enfermedad sobrevenida de la guerra. Lo que los refugiados nos habían dejado como herencia maldita en la casa: su guerra bacteriológica. En la casa odiada por nuestra madre, todos cogimos aquella infección, fuimos pasto de esa invasión de roedores invisibles de la piel... De noche, antes de ir la cama, mi madre enfermera procedía a embadurnarnos manos y pies con emplastos de azufre aceitoso. Empezamos a ser fantasmas...
El maestro se fijó en mis manos enguantadas con trapos apestosos que escondía yo de su vista. Me las sacó del bolsillo como momias y las examinó en silencio. Debía apestar a cadáver de cuatro días en la tumba. Vi como se estremecía de terror. Se alejó más escorado que nunca sin decirme una palabra. ¡Ay Dios mío, qué muerto me sentí ese día! ¡Qué olor tan nauseabundo!
En la misma escuela los niños hablábamos de la guerra: de aviones, tanques, muertes. Las aguas de los caños, nuestra agua de beber, estaban infectas, no eran potables, pero las bebíamos. Cundía el tifus y el piojo verde. No había hospitales, ni asilos. Los médicos escasos poco podían hacer, salvo certificar defunciones. Uno se podía morir de cualquier manera. Se oían las campanas a cualquier hora con su tañido doloroso, seco y triste. Otro muerto, ¿quién será? Entonces no se escondían los muertos, todo el mundo acudía al velatorio donde se oían los chistes más graciosos del mundo. Donde se contaban las historias más divertidas. Nadie se perdía un velatorio donde podías hasta tomarte un café de cebada tostada. Nadie lloraba en los velatorios, a los velatorios se iba a reír. Y a comer. Quizá fuese una fiesta morirse en ese tiempo. El traje
de luto normal, para las mujeres, era el velo negro, a veces largo hasta los pies. Para los hombres, la cinta negra en el sombrero o el brazalete negro. Y para los huérfanos, los calcetines negros...¡Como hedían a muerto aquellos calcetines recién teñidos! La ropa clara de ayer, se pasaba por el tinte y el barreño...Todos teníamos nuestros difuntos. Era tiempo de luto. Todos nos vestíamos de negro, todos caminábamos tristes como cipreses...¡Qué años tan negros! ¡Hasta el pan era negro!
Lo que más dolía a mi madre, es que muchos de esos entierros pasaban por nuestra calle. Nuestra calle siempre estaba abierta para los muertos. Y los entierros más solemnes, eran siempre los de los clérigos, que pasaban en caja descubierta bajo nuestro balcón, revestidos, cerúleos y secos de hambre como todos...A

mi madre no se le quitaba el terror y las lágrimas.
Terminamos por cerrar el balcón y huir dentro de la casa cuando la campana repicaba anunciado el triste desfile...
-¡Que va a pasar el entierro!,-había siempre alguien que daba la voz de alarma.
Pero a todo se acostumbra uno. Y, además, lo peor estaba por venir...





(Capítulo 1 de la novela inédita "La casa número seis", de José Asenjo Sedano.). NOVELA POR ENTREGAS.

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