domingo, 16 de marzo de 2008

LUCES DE GRANADA




AMANECE EN LA CIUDAD

“¡Aurora tú, que fuiste como un río, y Dios puso la mano en tu corriente!”, dirá Luis Rosales asomado al alba de tu luz, “que trasmana un rubor silencioso de miligrana”. Se quedará en su puerta con su lanza de oro de dónde pudo nacer su estrella fugitiva. Todo es alba, eco de sonoros recuerdos, páginas voladas, campanas de cristal sobre la ciudad.
“La claridad nacía del fondo de sus calles”, dirá Rafael Guillén, el otro poeta. La ciudad se estremece sobre las puntas de los tilos. Nace como si cada cosa se hiciera de repente y la nube, que pasa, un signo del mar. Nace la ciudad volada de campanas, duelo de aguas y sangres derramadas.
La fuente de los Gigantes, Bibarrambla, veladores de café y tiestos de floristería. Jazmín y clavel. Vuelan palomas mensajeras sobre el tejado del renacido palacio episcopal. Calle de Libreros. Oficios. La Catedral. Alonso Cano. Pie de la Torre. Cárcel Baja. San Jerónimo...
“Llueve, aunque las campanillas más azules pongan su mano abierta en los tejados”, observará Elena Martín Vivaldi contemplando, quizá, esa luz que se cierne, como una sábana, sobre el fulgor de los tejados. Asoman torres, esquinas y veletas. Y esas punta de lanza, álamos de plata. Y otra vez esos campaniles del alba.
La nieve hace crecer, de repente, la espiga. La Sierra es como una siembra de trigo florecido, de harina y pan que se derrama. La vida es un hilo de seda que el gusano se saca de la boca. Rosa y blanco. La nieve que se va, puede ser el origen de todas las cosas. Antes que agua, era ya nieve. Amanece sobre los lirios, sobre las gayombas, sobre la retama que se duele en los barrancos. ¡Qué temblor sobre el cielo estremecido! En las tapias, por los caminos de la Vega (Pulianas, Alfacar), gallos de fuego señorean cantos triunfales. Verde y violeta. Por San Andrés y Corpus Christi rompe la quietud. Como si el tiempo no existiera. Las Pasiegas, Trinidad. Toda Granada se convierte en laurel y roble. Hojas heridas de agua transparente, pizarrosas y lívidas.
En Primavera, las margaritas brotan en los caminos. El campo se enciende de rubores. Manuel de Falla vio la luz cuando se asomó a la ciudad desde su carmen de la Antequeruela Alta. Oyó el rumor del mar en las atarjeas, el pulso oculto de la ciudad, su noche oculta. Desde aquí adivinó las ruinas de Atlántida y El Amor Brujo...
Toda Granada, desde la nieve, corre por su río hacia el mar...La Vega ya es mar cuando amanece. La vida se hace límite de la muerte, raya invisible y dolorosa.
Vienen pájaros nacidos del alba llenando el cielo de vuelos acristalados. Millares. Lo mismo que espigas sacudidas por el viento. El cielo se cubre de alas diminutas, voces pregoneras, yunques gitanos, guitarras. Alhóndiga o calle Las Tablas. “Granada entera despierta sobresaltada”, sorprendería a Azorín abriendo su ventana granadina. La luz mancha de claros la mañana. Raya el viento la soledad del Generalife. Poco a poco el cielo se va tiñendo de un verde suave. Pasa el agua helada y triste por la acequia y el sol sale repartido, pan mensajero de la nieve...




LA ALHAMBRA

En realidad, en invierno, su color es terroso y plomizo, colina roja, temblor de álamos que el viento hace gritar y blandir sus lanzas de pelea y ensueño, recuerdo de moros y batallas.
Por el Darro, la Alhanbra es un gigante sobre el Paseo de los Tristes. La luz fenece y se apagan los gritos de los niños en las placetas. El castillo se precipita, casi amenaza el barranco. ¡Qué extraña sensación de olvido! Las nubes son fantasmas de reyes y príncipes encantados. Miradores festoneados de amarillo, árboles ancianos dolidos de tristura.
Indudablemente la Alhambra es castillo famoso. Desde el pretil de San Nicolás, su estampa ha dado mil vueltas al mundo. Murallas, la Alcazaba y los tres palacios del Mexuar, Comares y Los Leones, además de los jardines del Partal y Generalife.
Se sube a la Alhambra desde Plaza Nueva, cuesta de los Gomérez. Calle de amarillo y pastel, artesanías, hasta la Puerta de las Granadas (Pedro Machuca), que da al bosque encantado. Los árboles suben hasta el cielo y, la luz traspasa el follaje en medio de olas vegetales, plumas y pájaros, para caer sobre el pilar de Carlos V. Por arriba, el agua corre herida, Angel Ganivet, Carmen de los Mártires, San Juan de la Cruz, llama de amor....
La Alcazaba es el viejo castillo militar entre cuyas torres (la del Homenaje, Quebrada, Adarguero, la de las Armas y la Tahona) sobresale la torre más señorial, la de la Vela, alma de la ciudad dormida, balcón al cielo y el caserío. Allá, el Albaicín con sus paredes de cal, cipreses, cármenes y antiguas mezquitas e iglesias: San Bartolomé, San Miguel, Santa Isabel, San José, San Juan de los Reyes...Relumbrón de pajaritas de las nieves aleteando en su red, luz de la colina. La Albaida. El Albaicín desciende entre gritos de niños que juegan en las placetas. Arriba, el Sacromonte, el Camino...
La Rauda es el cementerio real.
Otras torres: Las Damas, la de los Picos, la del Cadí, la Cautiva, la de las Infantas...
Es cierto que la Alambra está encantada. Es obra de moros. Brillan las leyendas y los alfanjes. Los veloces caballos. Los gritos de los muecines tenebrosos. Cantos de odaliscas y sultanas olvidadas.
El Generalife puede ser uno de los jardines más bellos del mundo. Todo aquí se vuelve paisaje. Solaz para esparcimiento de reyes. Cipreses como surtidores, música y poesía. Danza. Hasta el viento ensaya melodías. Paseo de las Adelfas. Patio de la Acequia. Patio de la Sultana, con sus ciprés durmiente.
Y abajo, sobre las aguas y la Vega, la ciudad difuminada entre nieblas, campanarios y colinas, barcos a la deriva, silencios encallados... Allá la Sierra, Veleta y Mulhacén. Grito y llanto de un rey desterrado...




ATARDECER

Al atardecer me voy encendiendo de violeta y, las casas, con sus balcones, sacan a la calle (San Matías, Pavaneras, Molinos, hacia el Realejo) la estampa de una Granada de primeros de siglo XX. Capitanía General. La casa de los Tiros. Palacios perdidos, piedra y ocre. Por arriba se despeña la Antequeruela y asoman cipreses azulados y tristes. Más arriba, los Mártires ( San Juan de la Cruz:” Digo, pues, que para esto no sea y para guardar el espíritu (como he dicho) no hay mejor remedio que padecer y hacer callar los sentidos con uso e inclinación de soledad y olvido de tanta criatura y de todos los acaecimientos, aunque se hunda el mundo”) Y las torres bermejas del Palace, último sol. Allá, por el final de los Molinos, calle adelante, la Sierra aparece lejos, rostro de nieve, espejo de papel satinado envuelto en una marea azul. La Judería. Otra vez las paredes viejas incrustadas en otras paredes, templos de ventanas diminutas sobresaliendo entre arcos y torres musulmanas. San Cecilio. ¡Qué resplandor sobre el Campo del Príncipe! El Cristo de los Favores no se resiste a la pena de Granada y, dolorido, mira la sangre de mirto que le corre por su piel de roca. El sol se enfría y va dorando las ventanas, los tejados, las hojas muertas del naranjo.
Pronto, la ciudad es un vestigio, un helor de pensamientos. La ciudad va ganando llanuras (Paseo de la Bomba). Fortuny. Una Granada romántica, manchada de crepúsculos, que ya no es sol, sino polvo de siglos (con palabras del poeta Manolo Góngora). Casas blancas, un perro ladrador, una anciana de luto, tapias de huertos que ya no existen. Hacia abajo, las dos torres de la Virgen. Los Escolapios, el puente de las Brujas, el Caserío inmenso del Zaidín, la Vega, la Catedral...
Al atardecer, la ciudad se echa a temblar entre veletas. Las calles antiguas se hacen papel viejo, agua helada. Reluce una lámpara y un balcón. Una pared perdida. Una pintada interminable. Se oye una mujer que canta, un niño que llora, una perdiz en su jaula. Un jilguero. Una golondrina rasa la calle. Cuesta del Aire, Cuesta de Santa Catalina, Plegadero Alto, Plegadero Bajo, Cuesta del Realejo, Calle del Niño del Rollo...
Granada se llena de misterio. Se siente como llega la noche teñida de un azul intenso. Es una pulpa de silencio...


¡AY, LA NOCHE!

“¡Con qué trabajo tan grande / deja la luz a Granada!”, suspiraba Mariana Pineda en los versos de Federico. Imagino a Mariana, víspera del frío, contemplando por última vez las torres de la ciudad heridas, como ella, por el resplandor de la nieve. “Se enreda entre los cipreses / o se esconde bajo el agua”. La tarde cayó y el rumor es ala del viento. Porque las nubes se mueven como blondas, encajes granadinos, ese mármol premonitorio de la luna. “La nieve cae de las rocas, pero la del alma queda...” Por la ventana abierta, el verde los álamos se pintan de blanco, oro fundido. La luz se aleja como un llanto. El viento. “¿Se deshelará la nieve / cuando la muerte nos lleva?...”, se pregunta Marianita (se pregunta Federico) contemplando la herida que la luz va dejando en el ocaso. “¿Se deshelará la nieve?”...Sobre el rumor inquieto de los álamos, la noche se acongoja y el agua reluce y baja y se desagua y se desangra...
¡Qué cosa tan rara es morir en Granada! Sentirte ciego y sólo oír las campanas, ese sonido que desciende del agua y pronto te ahoga...
Arriba, con sus torres, la Alhambra encantada parece abrir sus alas y echarse a volar y desaparecer entre nubes de paso. La luz es como un vaso de mariposas que se afanan en apagarse. Un camino de cobre, un desgarro gitano que se queja del olvido de una mujer que no era buena...
En tanto, la ciudad palpita y se estremece. Es la Alhambra la que sueña entre las nubes...


José ASENJO SEDANO

No hay comentarios: