domingo, 16 de marzo de 2008

DISTINGUIDA SEÑORITA







Una mar. Una luna.
Un vacío sin horas bajo un cielo volado.
Vicente Aleixandre


ALZASTE EL VISILLO y miraste lo que, desde siempre, desde tu infancia, desde que eras una niña, veías todos los días. Esa era tu vida: abrir la ventana y contemplar, como en un cuadro, el paisaje, los árboles frondosos, la misma dulce y verdosa superficie del mar. Alzaste el visillo con un gesto mecánico, sin ver lo que mirabas, como si, al cabo, nada de aquello te importara. Pegaste la nariz al cristal y sentiste su frío como una punzada. Como el beso de alguien que ya no te amase. No tenías ilusión. En realidad (pensaste) esa es una palabra que hace tiempo he borrado de mi vida. Te sentías tan perdida por dentro como por fuera. Te pasaste la mano por el pelo y la dejaste resbalar independiente hasta tu pecho. Miraste el azul. ¿Qué te sorprendió? Miraste el azul, los azules de aquel mar permanente que quedaba al otro lado de tu ventana. Desde niña, desde que tu madre, con el delantal en la mano, arreglándose el pelo, nerviosa, te decía, ¿se ve ya tu padre?, aquella voz se te quedó para siempre en la memoria. Tu padre, cuando volvía de alguno de aquellos largos viajes por el mundo, al llegar a la bahía, se convertía en aquella pitada prolongada y en la mole colosal y magnífica de aquella nave blanca que parecía cansada cuando lentísima navegaba camino del puerto. ¿Se ve?, seguía viva aquella voz a la que tú, jubilosa, contestabas: Si, mamá, si; es papá, es papaíto...
Tienes la voz de ella en la cabeza. ¿Es tu padre? ¿Es tu padre? Y tú volvías la cabeza, las manos y toda tu alma para repetir con gestos más que con palabras, que sí, que aquel hombre maravilloso ya estaba aquí... Entonces, las dos, como niñas, pegabais los ojos y la boca al cristal para ver como en un sueño, la llegada imponente de aquel buque trasatlántico. Toda la casa (¿te das cuenta?) está llena de preguntas como, ¿es papá? ¿es el barco? ¿tarda mucho?...Toda la casa está llena de esos pájaros, de mariposas, de pañuelos de encaje, de mantillas, de manteles bordados en tardes interminables sentada ahí (has mirado) mientras la luz mañana y tarde nace sobre los montes color de nubes y se pone empañada hacia el Oeste.
Al oír la pitada de un buque, uno de esos barcos negro y ocre que permanecen eternos en la bahía, has tenido la misma sensación de entonces y has estado a punto de volver los ojos y decir, sí, si, ya está aquí. Pero es una ilusión, sabes muy bien que ya no vendrá. No vendrá de ninguna parte. Aquello que existió, que fue alguna vez, hace tiempo que se convirtió en nada, en simple recuerdo, en un vacío tremendo y doloroso. Y es que en ese no estar, en ese silencio que no tiene nada que ver con el silencio físico de las cosas que no se escuchan, están varadas esas palabras que guardas en tu mente. Vuelves las cara porque no has captado del todo ese cambio. Hija, no hagas eso. Hija, ¿adónde vas?...
Has vuelto a pasar la mano por tu pelo y te has acongojado sin querer. Pero, ¿por qué te pasa lo que te pasa? Has roto a llorar y has soltado el visillo airada. Te has mirado en el espejo y te has visto vieja. Has dicho de repente: Vieja. Tú que ayer mismo eras una niña. No, mamá, no...,dices tapándote a ti misma. Anulándote con un no interminable y desvalido...
Cuando murió, cuando (antes) te dijo, ven hija mía, ven, acércate, te llegaste llorosa y le dijiste, ay, mamá, ay mamaíta, porque no querías que se te muriese. Te acercaste, te pegaste trémula a su cama y apenas si pudiste prestar atención a las cosas que te dijo. Entontecida, con los dedos entrelazados, mirando las puntas de tus zapatos de paño, lo más que viste fue su frente lívida, blanca como la nieve. Solo decías, sí, mamá, sí mamaíta: te lo prometo, sin saber nada de nada de lo que estabas prometiendo, porque no podías, eras incapaz de seguir una de aquellas palabras, de las cosas que te dijo con aquella voz de hilo debilitada a punto de romperse, que a ti te parecía un susurro, el pábilo de una vela que se apaga y va impregnando la alcoba de ese hedor








angustiado y casi tétrico. Sin poder contener las lágrimas, te pusiste de rodillas en la alfombra, clavaste los codos en la colcha y, con las manos suplicantes, como si la adoraras, juraste que estabas dispuesta a sacrificar tu vida, a hacer lo que te pidiera. Todavía, mirando por la ventana, evocas ese momento triste, la imagen de aquella mujer como una muñeca que era tu madre, sonriéndote, apretando tus manos y diciendo con pena, me muero tranquila. Y ves, cómo no, a tu padre de pie junto al cabecero, mirándote fijo, estrechando ahora, así que ella dijo me muero tranquila, estrechando con ternura sus manos que ya no parecían manos, sino dos hojas blancas y tristes que de repente se secaran. Dijo: No te preocupes... Y a ti, que tenías a tope tu dolor, tuvieron que sacarte de la alcoba como una inválida y, cuando volviste, sobre la colcha y el embozo, vestida con su traje de novia, el mismo traje que algunas tardes por hacerte feliz se lo ponía delante de ti y dando unos pasos, te decía: ¿Te gusta?..., el cuerpo de ella, de mamá. Vestida de novia, sin sonrisa, unidas las manos y los ojos dormidos y tristes. Parece la bella durmiente del bosque, susurraste delante de la puerta contemplando sus zapatos de charol, sus medias de seda y aquellos jazmines que alguien había colocado impregnando el cuarto de un extraño olor perdido. La luz de las velas eran como alas metálicas y vivas. Te acercaste con cuidado y le tiraste un beso. Alguien que te observaba no pudo contener sus lágrimas diciendo, ¡pobre niña huérfana! ¡Ángel mío! Pero tú seguías pendiente, absorta de aquella muñeca de cera, inmóvil, que no salía de su sueño. Te dabas cuenta que ahora estaba lejos de ti. De que os habíais separado para siempre. No comprendías por qué había tenido que marcharse de repente a un lugar lejanísimo y sin retorno. Algún día (tu padre), nosotros iremos a su encuentro. Perpleja, no supiste qué decir. Miraste a uno y a otros con gesto de dolor, mientras, crispando los dedos, decías desolada, ay, mamaíta, ay mamaíta. Y tu padre, sin disimular su pena, te dijo cariñoso, ven conmigo. Y te llevó de la mano a tu cuarto, te hizo sentar en la cama y besándote en la frente, trató de convencerte de que la muerte, ya lo ves, es ley de vida. Dios lo ha querido así. Pero no lo olvides (y te miró serio, como si te marcara) no olvides que tu madre era una santa...
Una santa. Esta palabra (santa) se te quedó fija toda la noche, sentada ahí, en esa butaca (miraste) con las piernas recogidas, donde estuviste repitiendo incansable: Mamá es una santa, mamá es una santa, hasta que con el alba, con el entrar y salir de la gente, con el titilar de las velas, te quedaste dormida.

LE HABÍAS prometido a tu madre que no te casarías nunca. Que no dejarías nunca a tu padre, ese hombre (te señaló con la mirada, como si tus ojos tuvieran manos y dedos) que permanecía mustio, de pie, encogido junto a la cama y que, con una mano sobre la bola dorada del cabecero, movía impotente la cabeza. Y asentiste, dijiste lo prometo, porque te acordaste de cuando las dos, juntas, con la frente en el cristal, os ponías a esperarle, a soñar donde estaría ahora, por qué mares lejanísimos navegaría, en qué puertos maravillosos de América habría recalado...Así, hasta que un día oíais su pitada como una voz y veíais sorprendidas por la ventana aquel buque



gigante iluminado, lujoso, con sus dos grandes chimeneas humeantes. ¡Mamá!¡Mamá!, gritabas dando saltos por la casa y no parabas hasta tomarla de las manos y hacerla bailar. Erais dos novias que esperasen un mismo enamorado. Y no sabíais que hacer contagiadas de la misma inquietud hasta que al fin aparecía en la puerta cargado de cosas exóticas, regalos, una vez hasta de un papagayo, con la sonrisa como un sol, aquel hombre que decía, ¿adónde están mis novias? ¿Dónde están mis dos mujeres?
Tu madre, que hasta entonces había manifestado mucho valor, perdía las fuerzas y se refugiaba en ese sillón (miraste) y, emocionada, se cubría los ojos llorando. El corazón se le convertía en una caja de música. Ves las manos que cubren su rostro, incapaz de resistir la alegría de la llegada. Y no valía que tu padre, cariñoso, le dijese, mujer, ¿ a qué vienen esas lágrimas? No valía la pena porque, entonces, era peor y no había manera de detener su llanto. Tú, en tanto, en medio de los dos, no decías una palabra. Sabías que ese llanto era de felicidad. Lloraba y reía al mismo tiempo repitiendo que tonta soy, que tonta soy..., avergonzada de que tu padre la viese en lágrimas. Corría a esconderse como una niña.
Por eso, cuando estaba para morir, lo que ella te pedía es que tú no faltases a esa cita, nada tenía que cambiar en aquella casa.
La luz venía flaca por la ventana. La niebla se había hecho densa y parecía querer ocultar la mancha del mar. Solos, como fantasmas, se veían los magnolios del paseo y las farolas verdes, tristonas, sumidas en el sopor, alumbrando la baranda. No se oía nada, solo ese paso de la sangre por las venas. Fuiste hasta el espejo y trataste de reconocer, como en una fotografía, ese parecido extraño, esa imagen que tenías de tu madre. El mismo pelo. Esos ojos todavía vivos, llenos de apetencias, registras a veces tu cuerpo sorprendida de que con el paso del tiempo, tu vida se haya convertido en la espera de otra. En un sin sentido. Mecánicamente levantaste la mano tan parecida a la suya y contemplaste ese paisaje para siempre tuyo. Se te secó la garganta, tosiste y bajaste la mano a su boca, a tus labios que rozaste como un ala. Es un sin sentido, repetiste. Era esa evocación la causa de tu dejadez, esa apatía, ese no querer nada de nada y te pasabas la vida encerrada, sin ver ni ser vista, limitándote a levantar el visillo para descubrir a la gente como a través del ojo de una cerradura, esa gente que nada tiene que ver contigo, de la que no formas parte, porque las paredes de esta casa (de papel tela floreada), la casa en que naciste, te ha separado del mundo. Dios mío...
Te quejaste volviendo los puños de tus manos a la boca y quedándote ahí, detenida, como detrás de un muro, para impedir que la casa (el mundo que te pertenece) se te caiga encima. Te intriga, cuantas veces, oculta en la cortina, la risa de la gente que ves pasar. Has llegado incluso a abrir la ventana con el solo fin de oír de qué se ríen. Contagiada, sin saber los motivos, histérica, sola, tú misma te has puesto a reír, te has echado en la butaca riendo como una idiota. Incluso has imitado los gestos de esa gente dando pasos por la sala y haciendo aspavientos con los brazos. Ridícula, te pones a llorar sin consuelo.

¿POR QUÉ NO SALE alguna vez a darse una vuelta? Tienes la voz de doña Esther pegada en la oreja. Se ha detenido en el descansillo y te mira con lástima. ¿Yo? Te sorprende que te haga esa pregunta. Te llevas las manos al pecho desconcertada. Si, mujer, usted...Tiene que salir...No es bueno que se pase la vida encerrada como una monja. La dejas con la palabra en la boca y no te atreves a contestarle. Bajas la cabeza, te horroriza una proposición tan inaudita para ti. Entras en tu casa, cierras la puerta y te sientas en la misma butaca en la que ella se sentaba cuando esperaba a tu padre. Encoges las piernas y manoseas esa invitación tan atrevida. Lo que doña Esther me ha insinuado, es por qué no salgo a divertirme... Qué cosas. Hija mía (oyes la voz de tu madre), una señorita que se precie tiene su puesto en su casa. El buen paño en el arca se guarda. Te molesta que doña Esther ande siempre fisgoneando en tu vida. Yo diría que se hace la encontradiza. Lo que quiere es que la haga pasar a mi casa y conocer nuestra vida. Un día me dijo: Clarita, qué sola vives, seguro que nunca has tenido un novio. Claro, si no sales. Te pusiste como una amapola. Te flaquearon las piernas y no acertabas a poner la llave en la cerradura. Vaya, se ha puesto usted nerviosa, rió como una triunfadora. ¿Yo? No debe ponerse así, usted es una mujer joven y guapa. No tiene ninguna importancia. Pobre niña...
Desde ese día evitas a doña Esther. Es más, no me gusta. Te enfada que se meta en tu vida. Si vuelva a decirme algo, la planto y le digo cuatro cosas. Oiga usted: Yo hago de mi vida lo que me viene en gana. Estás resuelta a decírselo así, en cuanto vuelva a hablarme de novios y de hombres...

EL HOMBRE. Tenías en la cabeza clasificados, desde niña, todos los miedos posibles hacia el hombre. Sólo había uno de fiar en la tierra y ese (no lo olvides) es tu padre. Fuera de él, recuérdalo bien, hija mía, ningún hombre es de fiar. Te engañarán. Te dirán que te quieren. Hasta cosas que te parecerán bonitas. Pero todo será mentira: sólo quieren hacerte daño. Y tú la oías religiosamente y, luego, en la cama, sin dormir, con la luz apagada, repasabas una a una esas lecciones maternas, ese terror hacia el hombre del que huías para no caer en sus redes. Si caes (oía su voz) estarás perdida para siempre.
Por eso huías, huyes. Por eso bajabas, bajas, la cabeza y aligeras el paso si alguno te mira, te dice señorita o te piropea. Porque nunca, nunca, nunca (y ves su rostro) deber fiarte de ellos.
Te sentaste y ni te diste cuenta del tiempo que permaneciste así, perdida en un silencio sin orillas, en el que no te encontrabas. Desde que esa mujer te habló como te habló ( y sabías muy bien que se refería a un hombre concreto, te dijo hola la otra tarde, te sonrió y hasta se te quedó mirando hasta que desapareciste ), el mundo entero se te ha bamboleado y no sabes (por primera vez en tu vida) qué papel es el tuyo, por qué la voz se te quiebra y sientes ganas de llorar. Lo has visto varias veces delante de tu casa, hablar confidencial con doña Esther y hasta observar con disimulo si puede verte en la ventana, detrás del visillo. Sientes sus ojos que parecen descubrir tu vida, traspasar los muros, oír tus quejas. Por eso suspiras a cada instante y repites Dios mío y madre mía y te da un miedo horrible salir a la calle y encontrarte con él, como



sale a tu encuentro y te dice hola y te sigue. Hay algo especial en ese hombre, que te sabe a fino. Quizá sea ese tabaco extranjero que fuma tu padre. Notas como pierdes seguridad, que no eres tú cuando te habla y que un simple soplo puede hacerte caer.
¿Qué misterio se esconde detrás de todo esto? ¿Por qué no puedes apartar la mente de ese hombre que se te aparece a cada instante, que no se aparta de tu vida?. Todos los demás hombres de la calle parece como si de repente se hubieran borrado para dejar paso a él. ¿Por qué? El mundo la vida, el mar, la casa, todo, parece haber quedado reducido a ese hombre único que, aunque quieres, no puedes quitártelo de la cabeza.
















Por eso te rodó una lágrima y te encontraste desolada con ese lloro repentino. Te quitaste las lágrimas con el envés de la mano y sentiste como una herida que te quemara la mejilla. Cerraste los ojos y viste a tu madre otra vez en la cama, las manos unidas, pálida, y te repetiste, pobre mamá, pobre mamá...Ella fue siempre tu única, tu verdadera amiga. Tu sola amiga. Al menos, junto a ella, no sentías esa necesidad de alguien. Pero, ahora, ¿ qué me pasa?
Ahora, repetiste. Sabes por qué volviste a ver tu figura en el espejo donde aparecías real, hermosa, con los ojos un poco hinchados y ese gesto que se iba gestando en tu mirada, que parecía de otra persona y te alejaba de ti. Volviste a llorar desconsolada. Sin compostura, como una lela. Te había entrado la manía de llorar por cualquier cosa. No sé por que...
Oíste, como entonces, la pitada de un buque y, por inercia, corriste a la ventana, levantaste el visillo y miraste para verlo entrar gallardo en el puerto lanzando al agua bocanadas de humo espeso. Pegaste el rostro al cristal y lo seguiste feliz, sin atreverte a decir nada. ¡Es papá! Cerraste los ojos, cerraste las manos y saliste corriendo queriendo olvidar tu extraña sensación, ese desgarro de tu corazón herido.

NO SE POR QUÉ me entra este nervioso. Cualquiera cosa me altera los nervios. Te quedas muda, ensimismada, y te preguntas, pero bueno, ¿qué es lo que me pasa?
Una vez pensaste que lo mejor sería cambiar de casa, que todo procedía de esa presencia oculta de tu madre...Pero, ¿adónde podrías irte con tu padre, hombre pegado a su hogar y sus costumbres, la vista permanente del puerto, su vida? Te saber atrapada entre estas paredes llenas de recuerdos, retratos de tu madre, sus abanicos y abalorios, en todo siempre la mano de ella. Y quisieras emprender una nueva vida, tiene necesidad de ser otra, parecerte a las demás...Quizá tenga razón doña Esther, a la que esquivas siempre que puedes. Doña Esther la encontradiza siempre hablándote descaradamente de ese hombre como un centinela delante de casa. ¿Pero es que no te das cuenta? Ese hombre te quiere ...
Pero yo tengo que estar con mamá...Siempre con tu mamaíta, su niña querida, haciéndote cada vez más pequeña sin caer en la cuenta de que el tiempo pasa...Esta inmovilidad tuya te ha convertido en una inválida, incapaz de vivir fuera de estas paredes. Me quisiera morir, irme con mamá...Desaparecer de repente de este mundo que tanto daño me hace. Muriendo (pensabas) todo se habrá terminado, no sufriré tanto como sufro.
Viene como un rugido la pitada de ese buque que no termina de embocar el puerto y permanece en la bocana con su potente maquinaria. Tanto es el sopor y el silencio, se perciben su trepidar, como si el buque quisiera entrar por la ventana. Por fin se pone en marcha, ruge y rompe con sus hélices el remanso herido de las aguas. Todo el mar se revoluciona, hierve, parece un infierno de espuma.
Mil veces muerta, sigues diciendo sin quitar los ojos del barco, palabra que resume tu desamparo.

PERO PAPÁ YA NO NAVEGA, AHORA ES UN CAPITAN JUBILADO, siempre quejándose, porque su vida ha sido siempre el mar, la mar, y desde que murió su mujer, no siente apetencia ninguna. Ya no es aquel navegante que venía siempre a casa cargado de regalos. Tampoco llegan postales de Buenos Aires o Montevideo. Hasta del Japón. Todo eso pasó. Ese mundo se ha convertido en un montón de fotos y postales que guardas como un tesoro en una caja perfumada. Te basta con levantar la tapa, para que todo ese mundo perdido se convierta en un fétido hedor otoñal. Antes te gustaba contemplar esos retratos, leer las postales, que evocaban momentos felices, viajes maravillosos, tierras lejanas. Ahora ya no te interesa nada de eso, sabes que es un mundo muerto para siempre. También para tu padre todo es diferente, se queja de todo, el carácter se le ha vuelto agrio y solo fuma y bebe...Mientras lo contemplas, te sorprende que este hombre fuera capaz de despertar tantos entusiasmos en otro tiempo, que tu madre y tú misma lo aguardaseis con tanta alegría. Ahora, cuando llega de la calle y oyes su llave en la cerradura, te quedas esperando que digas, ¿dónde están mis novias? No dice nada, le oyes toser y entrar con la mirada extraviada dejando en la percha su gorra de visera, diciendo desalentado, Niña, ya estoy aquí...
Aquí. Te encoges de hombros. Aquí. Como si no lo supieras. Haces una mueca, una extraña mueca de fastidio y no contestas. Te limitar a dibujar una sonrisa (una segunda mueca) y a mirarlo mientras cierras la puerta. ¿Qué importa estar aquí o allá? Desde hace años, desde que tu madre cerró los ojos, desde entonces (piensas) la única que siempre está aquí, soy yo. Te fastidia ( y no lo disimulas) el que los demás se apropien ese aquí insoportable. Te metes en la cocina, en tu cuarto, y te pasas el tiempo mascullando palabras que se refieren a tu vida de siempre. ¿Es que mi vida no vale para nada? ¿Merece la pena vivir para esto? Te vas diciendo, mientras contemplas de perfil tu figura reflejada en el cristal de la ventana. Tu padre no dice nada. Lo oyes sentarse, parece mudo mirando el trozo de cielo que se ve por el cierro. Echa de menos la mar...
A veces, en el juego de la tarde, te viene de la calle el grito o el lloro de un niño. Las voces del corro junto a la fuente. Gritos de pájaros. Son como alfileres clavados en tu vientre. En tus pechos que, a solas, contemplas desolada sin poder retener tus ansias frustradas de amor maternal. No eres distinta de las otras.
Cuando murió tu madre, cuando te supiste sola, cuando tu padre (todavía) viajaba en ese barco de la Compañía, te obsesionaste con la idea de concebir un hijo. Hasta oías su llanto cuando te sentías dormida. Te decías: Voy a tener un hijo. Quiero tener un hijo. Estabas segura de que un hijo vendría a salvarte. Dabas la luz y estabas segura de lo que tenía que estar enredado debajo de tu piel como una fruta ahogada. Tu corazón se abría como una ventana. Fue cuando te dio por jugar con las muñecas a las desnudabas y vestías, llenando la casa con tu voz triste y compasiva.
Ahora, mientras das la luz de tu mesita, descubres que el tiempo de las muñecas voló para ti y te sientes perdida, enormemente sola. Apagas la luz y te quedas inmóvil, en la oscuridad de tu vida.

TAMBIEN TU PADRE está cansado de vivir. Desde que dejó la mar, su vida ha cambiado por completo. Muchas veces se va al puerto y se queda absorto delante de los grandes barcos. Ya no hay marinos con los redaños de antes, comenta. Aquellos eran otros tiempos. Le gustaba hablar de capitanes y de pilotos de sus años pasados. Pasar el tiempo con compañeros jubilados como él que, al final, lo traían borracho a casa. Borracho, pero feliz. Ahora, desde la crisis industrial se encuentran inactivas muchas de las instalaciones portuarias. Ya no salen de aquí aquellos petroleros gigantes, orgullo del Astillero. Ni hacen escala muchos de aquellos trasatlánticos que iban a Montevideo o a Buenos Aires. Abre el periódicos y busca enseguida las noticias marítimas. La vida se le ha convertido en una rutina sin sentido. El mantel, los cubiertos, la botella de agua...y vuelta a empezar. Los vasos, la botella, el mantel, el silencio, los cubiertos...La misma monotonía, la misma angustiosa repetición de la nada.
Desde hace tiempo ( tú sentada aquí, él ahí) el silencio es una muralla que se interpone en vuestras vidas. Hace tiempo que se rompió toda comunicación entre vosotros. No tenéis nada que deciros, todo lo tenéis dicho. Tu padre (sonríes con ironía) se olvidó ya de la pobre mamá. Lo piensas como si hablaras con alguien, pese a que su retrato esté en la mesita, mamá ya solo un retrato. Hasta parece como si nunca hubiera existido. La miras con cierto desdén y, cuando estás segura de que nadie te ve, discutes con ella y la culpas de tu soledad y de tus miedos. Tu padre te mira intrigado por encima del periódico pensando que su hija no es ya aquella niña candorosa y humilde de aquellos años. Te estás haciendo vieja. Cuando murió tu madre tenías doce años, ahora pasas de los veinticuatro. De los treinta. No, ya no eres ninguna niña. Te has hecho una mujer y tienes (crees) derecho a vivir como las demás...
No puedo. Siento pena de este hombre, mi padre, un árbol sombrío al que se le caen las hojas. Cuesta trabajo reconocer aquel marino bajo su traje siempre de luto y esos ojos sin luz que se apagan fuera del agua. Últimamente va al oculista, dice que tiene cataratas. Le cuesta trabajo leer, aun cuando lo disimula por vanidad. Tampoco le gusta que yo reciba visitas, que vengan a verme mi antiguas amigas. Es terco y orgulloso, no se resigna a cumplir años. En el fondo (sonríes) le asusta la vejez y le da un miedo espantoso la muerte. Cada vez sale menos, se pasa el día mirando por la ventana la bocana del puerto soñando con sus viejos barcos. Cuando no te siente, te llama nervioso: Clara, ¿dónde estás?
De noche le oyes toser. Sabes que está despierto. Hace tiempo que duerme mal. ¿Qué cosas pasaran por su mente? Veo la raya de luz de su habitación. Creo haberle oído hablar alguna noche como si conversara con alguien. Debe soñar que está en su barco. Por la mañana, mientras desayuna, me habla de sus visitas a Río, a Santos, al Mar de la Plata...Esa evocación le devuelve a sus años buenos, a sus viejas travesías. Recuerda nombres de capitanes, sobordos, maquinistas, simples marineros. Sonríe y hasta se ilumina su rostro hablando de aquellos viajes y aventuras. Adivinas hasta el amor de alguna mujer cuando sonríe pensativo. Debe saborear dulcemente aquellos días. De repente saca las gafas del bolsillo, se siente disgustado y se levanta de la mesa diciendo no sé lo que me pasa. Está anocheciendo. Pero no es verdad, te acercas a la ventana y ves como el sol baña el litoral. Las aguas se han vuelto cárdenas y amarillas. Divisas un barco de casco negro aplastado sobre las aguas, que pasa silencioso junto al faro de las Puercas dejando un largo rastro de humo. Adivinas: Es el “Monforte”, su viejo barco...Si, repetiste, recordando que, entonces, eras la hija del segundo oficial de ese gran buque y que nunca habías hecho un viaje por mar. Te echaste a reír, sin saber el motivo. Papá, ¿has visto? Es tu primer barco...

TU PADRE (esta vez) ha dejado el periódico, ha doblado la servilleta y se ha puesto de repente a hablar de sucesos que, durante años, ha tenido guardados en su memoria. Ni siquiera cuando tu madre vivía se atrevió nunca a contar estas historias de barcos y navegaciones que ahora cuenta a cada momento como si, liberado de algo, regresara a un mundo que de ninguna manera se resigna a perder. Oyes su voz (no habla para ti, sino para él) como el vuelo de un pájaro que se afana incansable en romper obstinado el cristal de la ventana por donde salir. Hasta levantas las manos intentando, ¿qué intentas?, atrapar de una vez ese pájaro angustioso y acabar con ese vuelo tostón e inútil, con ese ronroneo, con esa monotonía de toses y fonemas, de risas y grititos que nada te interesan...En realidad no es un pájaro, ahora te das cuenta, es un moscardón de alas azules y cristalinas. Adviertes que se ha refugiado en esas historias perdidas como en una coraza desde pretende defender su vida palmo a palmo. Quizá por eso, pro primera vez en tu vida, tienes la osadía de interrumpir su relato y gritas ¡basta! Y tu voz (desconocida) estalla como una granada sobre la mesa. Tú misma, cuando te das cuenta de tu ¡basta!, te quedas muda, asustada, tienes la sensación de no haber sido tú, sino alguien que de repente se ha metido dentro de ti. Tu padre, asombrado, te mira estupefacto. Piensa que has debido perder la razón. Algo grave debe ocurrirte y por eso se inquieta y te dice, ¿estás enferma? ¿No te sientes bien? Y tú, como respuesta, arrepentida, asustada, te echas a llorar, te levantas y echas a correr diciendo no me ocurre nada, ay papá, perdóname...

LO QUE NUNCA podrás aceptar es que te tomen por una loca. Que digan que estás chiflada. Te pone mala solo pensarlo. Soy una mujer como las demás. Te lo dices muchas veces enfrente del espejo o mirando la calle por la ventana. Una mujer como todas. Lo único que deseo ( no te atreves a decirlo) es vivir como todo el mundo, tener un marido, unos hijos...Vivir. Te cubres el rostro en lágrimas con las manos. Más cuando ves a tu padre inquieto queriendo saber qué te pasa, qué te ocurre. Está de pie junto a ti, sus ojos cada vez más agua perdida. Tienes la sensación de que te mira y no te ve. Te molesta sentirlo a tu lado, cuando lo único que quieres es estar sola. Por favor, le dices, déjame papá. Quiero quedarme sola. Y él, dolorido, porque no te comprende, porque no entiende por qué quieres estar sola, se contraría. Dice: Bueno, lo que tu quieras. Y oyes sus pasos saliendo de tu alcoba, esos pasos de trapo de sus zapatillas de felpa, despacio, la vista perdida en alguna parte.
Piensas que ha adivinado tu crisis. Tal vez haya caído en la cuenta de que ya no eres una niña. Una inválida que mira con embelesamiento. En cierto modo, está orgulloso de su hija distinta, muy de su casa, más decente que ninguna. ¡Se ve cada cosa!... ¡Lo que yo no habré visto por esos mundos! ¿Me va usted a contar a mí? Lo malo es que te has hecho mayor (bastante mayor) sin que él ( ni tú) os hayáis dado cuenta de nada...Ha pasado el tiempo tan rápido...La verdad es que creciste guapa, hermosa y no se te ocurrió que todo desaparece pronto. Te has dejado desvestir tontamente. Has vivido cohibida, presa de un engaño, torturada por una negación sin sentido. Te angustia pensar que no has vivido tu vida, sino la vida que otros quisieron imponerte. Es por eso por lo que te sientes morir, como si la muerte fuera una liberación, un romper el pasado, un recobrar lo que se perdió. Pero, ¿qué es la muerte? ¿Es acaso la nada? ¿Y es eso lo que quieres? Adivinas que la muerte no es capaz de acallar esa tormenta de tu corazón encendido. No existe la muerte, lo sé, sólo existe la vida de mil maneras. Aunque lo quiera, nunca podré morirme del todo, aniquilarme, porque eso tampoco lo quiero, ¡yo quiero vivir!¡Vivir! No es verdad que exista la muerte, nadie sea capaz de quitarse la vida, la vida no es nuestra. Mi vida no acaba con la muerte. Cierro los ojos y me veo caminando por un túnel infinito sometida a una corriente eléctrica. ¿Qué me espera en el más allá? El contacto de la cama te hace sentir, sin darte cuenta, el contacto de esta vida de acá y sabes que estamos hechos para seguir viviendo aquí. Ese pensamiento te embriaga y te quedas dormida. Es después cuando sientes, en el sueño, cómo tu padre amoroso te acaricia la cabeza, te llama mi niña y te besa en la frente con cariño. Y como una niña te dejas mimar y piensas en tu madre a la que te imaginas contándote los días que faltan para que regrese papá...Ves sus ojos y ves su sonrisa y te sientes dulcemente feliz. Ay, mamá, le dices cogida a sus brazos, cuanto te quiero...
Te entran ganas de llorar. No sabes lo que te pasa.
Alzaste el visillo y te quedaste muda cuando descubriste, otra vez, el rostro de ese hombre que parece ajeno a la calle, que tiene los brazos apoyados al barandal de la bahía y contempla el mar indolente. Lo miraste ansiosa, cuidando de que la sangre no te traicionara, estudiando cada uno de sus gestos, su figura, su estar allí contemplando (simulando, en verdad) el cuadro azul y soleado que te sabes de memoria.
Te habían hablado de él (doña Esther, claro). De su interés por la señorita sola que vive con su papá y que se pasa las horas detrás del visillo contemplando la calle y el mar, imposible mantener ocultos ciertos secretos. Porque termina por saberse y doña Esther bien se encarga de ello. Mientras mira, se hace el cuadro completo de ese hombre misterioso (¿sabes?, marino como tu papá. Cierto que ese hombre, no sabes cómo, ha venido a alterar tu vida. Como si la niña de ayer hubiera dejado de ser la mujer de ahora. Un algo que no sabes, está cambiando tu vida, te salta el fuego a la boca y tiene de continuo ganas de llorar. Sueltas el visillo, no sabes por qué te ha hecho soltarlo de repente y quedarte muda, oculta en la sombra, desaparecer. Sabes bien que la niña que llevas dentro, aquella que dijo, mamita, te lo prometo, ocupa todo tu ser: es como un gigante impiadoso que te impide ser tú misma.
La verdad es que le temes a esa niña (que eres tú con tu lazo en la cabeza, los ojos achinados y esa media lengua cogida entre los dientes).Le temes porque te hace llorar y te grita y te tiene siempre asustada. Es ella la que te coge de las manos, la que se abraza a tus pies y te impide bajar la escalera, abrir la puerta y salir a la calle al encuentro de ese hombre por el que te sientes atraída. Quieres y no puedes: ese es tu drama. Tu tragedia. Deseas echar a correr, abrigarte con sus brazos, besar locamente sus labios y, sin embargo, cada vez que lo piensas, te atemoriza la sola idea y caes, como ahora, sobre esa silla sin dejar de temblar. Exactamente como una niña desvalida.
Levantas el visillo de nuevo y no sabes por qué presientes que ese hombre se llama Abelardo, es de Algeciras y navega en el Montesol.. Se ha vuelto y te sonríe, sabiendo que lo miras. Oyes su respiración. Sus palabras. Y se queda mirándote, la mirada pendiente de tus ojos. Te acongojas y te quedas con las manos en el regazo, que vergüenza, Dios mío, que vergüenza...

FUE ESA TARDE cuando doña Esther llamó en la puerta con sus nudillos y dijo, Vecina, vecina, ¿estás ahí? Le abriste y se te quedó mirando avispada. Sabías que tenía algo que decirte. Dijo: ¿Puedo pasar? La miraste sorprendida temiendo a tu padre. Él se había tendido en la cama (lo hacía siempre después de comer) y estaría dormido seguramente. Le dijiste: Pase. Cerraste la puerta con cuidado y os sentasteis en el sofá. Antes de hablar, doña Esther recorrió el salón con su mirada. Al fin había conseguido lo que tanto deseaba: entrar en aquella casa y ver como vivía la señorita solitaria.
-Usted dirá.
-Perdone, pero hace usted mal con pasarse la vida entre estas paredes. La casa es muy bonita, se ve que su difunta madre tenía buen gusto. (Bajando la voz): Tu no eres una monja. Hay un hombre que está loco por ti.
-¡Quite usted!
Te ruborizaste. Era la primera vez que ese hombre se hacía presente en tu casa. Tenías varias respuestas preparadas para doña Esther, pero no sabías porque ahora ninguna te salía. Dijiste:
-Quite usted, doña Esther, -repetiste.- Yo soy muy feliz como estoy. Además, está mi padre.
-Que sí, hija. Ese hombre (bajando la voz) te quiere con locura. Quiere hablar con contigo.
Te hizo su panegírico. Apenas si entendías las cosas que con tanto calor te decía. Finalmente puso en tus manos un sobre que heló tu alma. Era la primera vez (¡la primera!) que recibías una carta de ese hombre. Frío o fuego: nunca lo has sabido del todo. Más que papel, parecía de piel, su cuerpo vivo lo que aquella mujer puso en tus manos y no sabías por que, aceptaste. Sentiste la sangre subir a tu cara y, como el que hace algo prohibido, te apresuraste a guardar la carta en tu pecho. Una necedad, porque nadie te veía. Doña Esther, con sonrisa de triunfadora, te dio una palmada y hasta te hizo un guiño cómplice. Salió balanceándose, repitiendo frases cariñosas, como esa de tienes que salir más a la calle, haz caso de mi consejo. Y piensa en ese hombre...
Cuando se marchó, corriste a tu alcoba, abriste el sobre y sacaste la carta, contemplando la letra grande, viril, de aquel pretendiente que te llamaba distinguida señorita y te pedía entrevistarse contigo. La leíste varias veces, tu primera carta de amor, y trataste de hacer traducciones múltiples de aquellas palabras escritas para ti, un mensaje íntimo de amor.
-Me quiere ver...
Te dijiste. Tuviste que oír tu voz para creer que todo aquello era verdad, que ese hombre te amaba y todos los días acudía al pie de tu casa con la esperanza de verte salir y hablar...Te asustaba aquella carta, te daba miedo leerla y más que tu padre pudiera descubrirla...
Señorita (decía): Yo quiero hacer míos sus sentimientos. Deseo conocerla y entablar con usted una relación de amistad y amor...Viste de repente el rostro de doña Esther, su imagen dubitativa, hablando en la esquina con ese hombre (que se llamaba efectivamente Abelardo), como si se hubieran conocido de antiguo. Temías la lengua de esa mujer y ahora te arrepentías de haberla dejado poner los pies en tu casa, un recinto sagrado. Esa mujer siempre estaba fisgando tu vida, se hacía la encontradiza en la escalera, te sonreía con sonrisa extraña. Y sin embargo, te dejaste seducir a sus cantos de sirena. ¡No le abriré más la puerta!









PERO HAY ALGO en la carta de ese hombre (no te atreves a decir Abelardo), que te tiene anonadada. Ese hombre parece leer en mi corazón. Por ese te pasas las noches en vela deseando que llegue la mañana y salir al balcón para saber si está allí. ¡Y está! Descubres su espalda mirando la bahía, los codos en el barandal. El mar, los barcos y los pájaros como palomas de papel cayendo en las olas donde se quedan. Procuras no hacer ruido, que tu padre no se despierte, que no sepa que andas como un fantasma por la casa. Pero es inútil, es tampoco duerme y oyes su voz, ¿eres tu? ¡Quien va a ser! Si, soy yo... Y se calla, oyes su tos, nada más... Y vuelves a leer esa carta maldita que te tiene obsesionada, sabiendo que ese hombre espera tu respuesta...

DOS DÍAS DESPUÉS, doña Esther te metió una segunda carta en el bolsillo diciéndote en secreto, ya hablaremos...La viste subir con prisa la escalera cuando vio salir a tu padre y quedarse mirando. ¿Para qué te quería esa mujer?, te preguntó intrigado. Sabías que no le gustaba, que muchas veces había hablado con desdén de ella llamándola celestina y bruja. No me gusta verte con esa mujer...
Leíste con emocionada atención. Volvía a llamarte Distinguida Señorita y te confesaba con anhelo, con impaciencia, como un chiquillo, un amor sin límites. Amor. Otra vez esa palabra como una rosa recién cortada invitándote nadie sabe a qué agradables aventuras. Dios mío... Hasta pasaste tu dedo sobre la palabra para saber qué tacto, que secreto se guardaba dentro. Amor... Te levantaste con cuidado porque, a esa hora, quisiste contemplarte del todo en el espejo, comprobar si era a ti a quien se dirigía esa palabra maravillosa. Te adoraste como una vestal, mientras acariciabas tu rostro adorable de estatua griega. El silencio y tu figura parecían haberse fundido, un aleteo de tu alma como una mariposa. ¡Qué hermosa es la vida!, pensaste pendiente de tu figura. Todavía soy bella, los hombres pueden enamorarse de mi. Tuviste la sensación de que flotabas, sólo oías tu respiración. Nada existía fuera de esa sensación tuya. El cielo, la tierra, todo parecía haberse diluido en el espejo. Te costaba respirar, por ese tuviste que sentarte en el filo de la cama, los pies desnudos sobre la alfombra persa, fría como si estuvieras a la orilla del mar donde hacía tiempo no ibas, desde que mamá...¿Por qué tenía que existir ese muro que separa a mucha gente y nos hace distintos a unos de otros? Desde la ventana, seguías muchas veces a las parejas enamoradas, felices, las manos entrelazadas. Al final, tu corazón temblaba, fascinada por ese mundo de los otros al que tú no tenías acceso y no sabías por qué. Deletreaste Distinguida Señorita. Estaba claro que ese hombre sabía respetarte, sabía que eras la hija única de un capitán de barco, te daba el lugar que te correspondía. Tu corazón era como la máquina de un vapor que navegara al pairo, en lucha con aguas y hélices. Te asustó la carta que tenías en la mano y la soltaste como si quemara sobre la mesa. Pensaste: Ojalá ese hombre nunca se hubiera detenido delante de mi casa. es mejor morirse...
¡Qué silencio! La tarde había ensombrecido la superficie marina. Nada se movía. Te calzaste y saliste al pasillo pendiente de tu padre. Todo seguía intacto, salvo el reloj de pared midiendo el tiempo. Sentiste dentro de ti la decidida decisión de salir a la calle, ver el mundo, abrir la jaula de tu corazón prisionero. Metiste la llave en la cerradura y bajaste despacio la escalera hasta el final y la calle. El sol había dejado un tenue reflejo sobre el agua, una mancha de amarillo sobre el mar. Pero lo más, era ese tibio perfume de las aguas, de la humedad y de las jarcias de los barcos. No supiste, en principio, si dirigirte a la vieja muralla, hacia la Plaza de España o, por el contrario, hacia Candelaria y el Carmen. Hacía años que no habías pasado por aquí. Por eso preferiste esta ruta, más cuando oíste repicar la campana del convento. A esa hora, aparte algún obrero, apenas si se veía a nadie. Te sentías feliz, relajada con la brisa marina. El plomo del mar se iba azulando, alejando brumas que todavía se veían flotando sobre las olas. Un barco gigante se avistó por la raya de poniente. Las gaviotas, a centenares, sobrevolaban graznando la muralla y se arrojaban al agua en disputa de desperdicios arrastrados por la pleamar. Todo esto te hizo recordar tu niñez, aquellos años dulces (¿por qué se irían?) en los que nada serio te preocupaba. Caminabas paladeando sin darte cuenta el distinguida de aquella carta. Muchas veces hablabas con tu madre sobre las cualidades que deben distinguir a una verdadera señorita. Os sentabais en el Paseo discutiendo ese tema. Quizá lo más importante la dulzura, la belleza espiritual, eso es lo que distingue a una verdadera señorita. Todavía en la casa te seguía dando consejos sobre como mirar, andar o escuchar. Pero sobre todo (te recalcaba) una señorita no debe prodigarse en la calle. Debe estar en el lugar que le corresponde. No debe ser moneda que pasa por muchas manos. Tu tienes que ser como el oro, que se guarda en el lugar más seguro de el casa. Sólo aquellos que realmente se interesan por ese rico metal van en su busca y saben valorarlo. Si, mamá, asentías meditando axiomas que luego, tú, a solas, rumiabas para que no se olvidaran. Te detuviste (ya el sol entero por el mar) en la Caleta. Subía dulce la marea, tranquila, lamiendo la roca y los castillos. Te parecía un sueño aquella contemplación. Bajaste a la playa ansiosa de meter los pies en el agua. Hacía años, desde que murió tu mama, que no lo hacías. Te sentiste feliz, dichosa de poder caminar por la arena sintiendo en tus pantorrillas el palmoteo de las olas. Te sentaste en una barca varada sin advertir que las horas pasaban y que el sol se remontaba. Fue entonces cuando, de repente, asomada a la balaustrada, asustada, descubriste el rostro irritado de tu padre que llevaba toda la mañana buscándote. Corriste a su encuentro y se te echó a llorar como un niño, diciendo creí que te habías ahogado. ¡Qué susto más grande!

TE DOLÍA haberle asustado. Mientras regresabais, sentías sus andares que se habían hecho de trapo. Te dabas cuenta de que era un hombre cansado que, de pronto, había envejecido y se sentía más desvalido que tú. Se detenía con frecuencia para quitarse las lágrimas. Sabías que era el miedo a quedarse solo lo que más le aterraba. Se cogía con fuerza a tu brazo. Te atenazaba. Te decía de alguna manera todo aquello que tú te preguntas y él, terco, orgulloso, recuperando su carácter, ahora se atrevía a decirte. En la casa, sin quitarse el pañuelo de los ojos, no cesaba de gemir. ¿Dónde estaba aquel lindo marino que venía de las Américas siempre cantando? Ahora era un hombre desvalido. Teatral, representando su propia comedia, entraba y salía de su alcoba y besaba el retrato de tú mamá que no soltaba de sus manos, reproche que te dirigía porque ella jamás lo hubiera abandonado. Jamás. Con esa actitud lo único que se proponía era recordarte tu promesa de que nunca lo abandonarías, que siempre permanecerías a su lado. Cuando llegó la hora del almuerzo y le dijiste, Vamos, papá, vamos a la mesa y, terco, estallando su furor, dio un puñetazo en la mesa y dando gritos repetía que aquella mujer (la del retrato) nunca lo dejaría por otro (clara alusión a tu pretendiente), esa mujer era una santa, una verdadera santa...Optaste por guardar silencio. Hasta echaste una lágrima. Comprendiste que era mejor no replicar, dejarle llegar hasta el final de aquella representación.
-Si tuviera menos años,-dijo,- pediría otra vez plaza en la Compañía.
Era una amenaza sin sentido. Ni él ni la Compañía existían ya prácticamente. No valió la pena que insistieras.
-Vamos, papá, ahora vamos a comer.
Lleno de dignidad dijo que él el capitán de aquella casa:
- Comeremos cuando yo lo ordene...
-Bien, papá, comeremos cuando tu quieras...
Esa respuesta tuya la entendió como una rendición y trató entonces de tomarse la revancha. Todo lo que está pasando en esta casa (dijo) es cosa de esa bruja del tercero que es una liosa y una celestina. ¿Piensas que no me doy cuenta? ¿Crees que no sé que está tratando de seducirte? Pero ya le he cantado las cuarenta...
Conociste entonces cómo había discutido con doña Esther aquella mañana y sabe Dios que le diría.
-¡Le he prohibido que vuelva a hablar contigo y menos que ponga los pies en esta casa! ¡Esta es una casa decente!
No te quedó otro camino que meterte en tu alcoba y echarte a llorar. De modo que has hablado con doña Esther...De modo que le has prohibido que ponga los pies en esta casa... De modo que me has espantado a ese hombre que está por mis vientos. Ay, Dios mío...A todas tus palabras asentía triunfante tu padre, erguido ahora, dominada la rebelión a bordo, retador...
-¡Si señora! ¡Eso es lo que he hecho!
-¡Ese hombre me quiere más que tú!
Oíste su carcajada. Te miraste en el espejo y te viste vieja, varada para siempre. Tus ojos y tus manos eran ya flores marchitas. No volvió más ese hombre, esperado toda la vida. ¿Y si vuelve? Pero no lo hizo, ni siquiera te dejó una carta. No, te decías buscándolo por la ventana, se ha ido para siempre. Repetías en la memoria aquel distinguida señorita, que voló como un pájaro. Ese hombre no ha querido saber lo mucho que yo le quería...Que lo sigo esperando...Ya ves, todo por culpa de mi padre...
El cristal de la ventana se ha empañado de calima. Todos los colores han desfilado por tu mirada: el violeta, el añil, el negro. Han vuelto los ecos de siempre: el sonar, el ancla, la máquina de vapor, el pitido del buque pintado de sombra. La brisa viene cargada de sueños. Todo parece igual. Te encoges de hombros con ironía. Pensar que todo parece igual...Te levantas de la cama, te acercas a la ventana y levantas el visillo con cuidado. Te ha parecido escuchar...Miras lejos y nada ha cambiado: la noche, la luz indecisa de los barcos, el batir del agua...


JOSE ASENJO SEDANO

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